“En la noche anterior a tu partida me siento a pensar en ti y lo mucho que significas para mí. Hasta hoy me di cuenta de que te vas y ya sé que me vas a hacer mucha falta. Pero es necesario que salgas al mundo, que asumas tu existencia independiente y construyas tu propia vida sin depender tanto de nosotros. Tal vez pasarás algunas horas o días triste, tal vez querrás no haberte ido, pero debes saber que eres mi hija preferida y que cuentas con todo el amor de un papá que piensa mucho en ti y te desea lo mejor”.
Estas son las últimas palabras que mi papá escribiría para mí. Era el año 2014 y yo estaba a punto de irme a España a un programa de intercambio con la Pontificia Universidad de Comillas, en Madrid. Me fui en enero siguiendo al pie de la letra sus instrucciones: debía leer la carta apenas me subiera al avión.
Hoy, dos años después de su muerte, esa carta me fortalece. Me impulsa.
Roberto Franco ––un politólogo de la Universidad de los Andes que trabajaba como antropólogo y que dedicó su vida a la preservación del medio ambiente, a las comunidades indígenas aisladas, a los campesinos, a causas no muy valoradas–– se subió el 6 de septiembre de 2014 a una avioneta en Araracuara, un pueblo que queda en el Caquetá, luego de pasar la mañana recogiéndole flores de Inirida a Patricia Vargas, su mujer. Le dijeron que la avioneta venía fallando desde Florencia. Todos los tripulantes se subieron.
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